Zandoval trabaja como quien sabe que todo significado es una trampa. Sus obras emergen en la frontera difusa entre la lucidez y la deriva: pintura, escritura, imagen, sonido, instalación… todo convive como si la forma importara menos que la intensidad del gesto que la provoca. Lo suyo no es ordenar el mundo, sino agrietarlo con sutileza.
No hay manifiestos ni confesiones. Apenas un rumor teórico, discreto pero persistente: la sospecha de que la realidad es una puesta en escena demasiado bien ensayada, que las imágenes actúan con más autonomía de la que quisiéramos admitir, que el arte podría alterar la manera en que miramos sin pedir permiso. Esas ideas habitan su trabajo como presencias que nunca terminan de mostrarse, pero cuya sombra cambia la atmósfera entera.
Su obra no busca seducir con respuestas ni tranquilizar con certezas. Prefiere la belleza que llega tarde, el sentido que se resiste, la imagen que se impone como un enigma. En tiempos donde todo quiere ser explicado, Zandoval parece recordarnos que el misterio sigue siendo un lujo.
Lo que queda, quizás, es la sensación incómoda de que algo se ha movido —aunque no sepamos bien qué, ni por qué. Y tal vez ahí resida su verdadera seriedad: en dejar al espectador con la sospecha de que lo esencial ocurrió fuera de su control.